Por Juan Antonio García-Cuerdas
La huella que el padre Goyena dejó en Chile durante largas décadas de estadía, es indeleble. Y no es sólo porque la zona de acceso a la capilla de nuestro Estadio sea hoy un Paseo que lleva su nombre, o que figure en el cuadro de honor de los rectores de los colegio Calasanz e Hispano-Americano o incluso que haya sido durante más de tres décadas el capellán de la colectividad española. Es que además el padre Goyena logró ganarse un lugar preferente en el corazón y el afecto de muchos de quienes le conocimos.
Un escritor decía que sólo mueren las personas que queremos, las demás simplemente… desaparecen. Y la muerte del padre Goyena fue muy sentida porque era un hombre querido por muchos, tanto dentro de la colectividad española como fuera de ella. Su sencillez y cercanía, su profunda espiritualidad cristiana y su labor de acompañamiento en la vida de personas y familias le granjearon el cariño sincero de quienes se acercaron a el.
Había nacido en la localidad navarra de Tafalla el 9 de agosto de 1924 siendo el menor de cuatro hermanos nacidos en una familia de profundas convicciones cristianas, formada por Fermín Goyena y Marcelina Saralegui. Los difíciles años que se vivían en la España rural de la época y el ejemplo de Patxi, su hermano mayor que ya había ingresado a la Congregación de los Padres Escolapios, lo impulsaron a seguir la vida religiosa a los doce años, incorporándose al Colegio Escolapio de Tolosa (País Vasco). Inició así un periplo formador que lo llevaría por Orendain, Albelda de Iregua, Bilbao y finalmente Vitoria, donde fue ordenado sacerdote en 1947 con casi veintitrés años de edad.
Preparado para comenzar su misión pastoral, se embarcó en el puerto de Barcelona el 10 de febrero de 1948 con destino a Santiago de Chile, donde llegó veintiún días después. Aquí se incorporó como profesor a los colegios Hispano-Americano y Calasanz, en los que dedicó gran parte de su vida a la formación espiritual e intelectual de sus alumnos. En varias ocasiones ocupó la Rectoría de ambos colegios, marcando durante décadas su personal impronta en ambas instituciones.
En estos colegios puso especial énfasis en estimular las actividades deportivas, y el mismo se transformó en un entusiasta hincha de la Unión Española, a la que seguía asiduamente en las tardes de domingo en el Estadio Santa Laura. Al poco andar la filatelia pasó a ser también otra de sus pasiones, llegando a coleccionar algo más de cincuenta mil sellos. Durante los primeros años en Chile sus retornos a Tafalla fueron esporádicos, pero en los últimos eran casi anuales. Allí se sentía feliz visitando a sus sobrinos y amigos y caminando por las calles de su infancia. No obstante, contaba que la partida, primero de sus padres y luego de sus hermanos, las había vivido con tristeza a la distancia.
El año 1981 comenzó a ejercer como capellán de Estadio Español, en reemplazo del fallecido padre Fermín Maeztu, también escolapio y navarro. Así fue que lo comenzamos a ver con frecuencia no sólo en la capilla del Estadio, también en acontecimientos de todo tipo. Prontamente sus virtudes humanas y su magisterio pastoral le granjearon el cariño de los fieles. Como orador sagrado sus prédicas eran coloquiales y didácticas, con lenguaje llano apelaba a la bondad intrínseca del ser humano, esa que brotaba de su interior espontáneamente. Sus sermones dominicales nos recordaban a los de aquellos buenos párrocos rurales de la España profunda. Y no se crea que estaban exentos de estilo y belleza en el lenguaje y de fuerza en el mensaje. Poseía gran capacidad de observación de la vida y de los seres humanos, por lo que no se quedaba en ejercicios intelectuales abstractos, prefería concentrarse en el realismo de la cotidianeidad. Y así fue como llegaban con confianza a el, unos para que bautizase a su hijo o nieto, otros para que casase a su hijo, o para que celebrase un misa de difunto. Las colectividades regionales lo buscaban para que celebrase la misa el día de su fiesta. Ahí estaba también bendiciendo las nuevas obras en nuestro Estadio o presenciando la presentación de un libro. Llegó a formar parte del paisaje habitual de nuestra institución con su presencia y una energía que parecía incombustible.
Más de sesenta años dedicados a la enseñanza y tres décadas de capellán de Estadio Español y luego de la Colectividad Española, junto a su ascendiente moral, lo convirtieron en un pilar de la espiritualidad y del hispanismo en nuestro Estadio. Recibió en vida el reconocimiento a su labor a través de condecoraciones, quizás la más importante la Encomienda de la Orden de Isabel la Católica, y también homenajes de casi todas las instituciones españolas de Santiago. Sin embargo, su mayor satisfacción, como el hombre bueno y justo que fue, era el gran afecto que recibía de todos los que le rodeaban, en particular dentro de nuestro Estadio Español. Nos dejó el 27 de septiembre de 2012 y sin duda durante su ejemplar vida hizo suyas las palabras de San José de Calasanz: “El perfume del buen religioso consiste en hacerse un vivo retrato del ejemplar de toda virtud: Jesucristo, de modo que todas sus acciones, palabras y pensamientos hagan que todos los que lo ven sientan el perfume de Cristo”.
Publicado en: Revista Estadio Español nº 9 (Julio, 2015): pág. 17. Editada por Estadio Español de Las Condes.